Rapture (Ángeles Caídos 4) - J.R. Ward

—¿Qué le pasó a tu ojo?
Cuando Mels entró en la cocina de su madre, no respondió a su pregunta y se fue directo hacia la cafetera. El hecho de que la cosa estuviera en la esquina más alejada y pudiera beber de la taza dándole la espalda a su madre, era un extra a la cafeína.
Maldita la marca CoverGirl. Se suponía que tapaba lo que quisieras esconder. Como manchas, granos… moretones por accidentes automovilísticos de los que hubieras preferido que miembros preocupados de tu familia no se hubieran enterado.
—¿Mels?
No necesitaba darse la vuelta para saber lo que había detrás de ella: su mamá, pequeña y esbelta, que aparentaba menos edad de la que tenía, estaría sentada en la mesa del centro, con el Caldwell Courier Journal abierto junto a un cuenco de cereal alto en fibra y una taza de café. El cabello oscuro veteado de gris, estaría recién cortado de forma elegante y perfectamente peinado, su ropa sería casual y luciría perfectamente planchada.
Su madre era una de esas mujeres pequeñitas que siempre se veían arregladas aún sin haberse maquillado. Como si hubiera nacido con un bote de almidón en spray y un cepillo bajo cada brazo.
Pero era frágil. Como una figurita amable y compasiva.
La cacharrería para el toro que el padre de Mels había sido.
Perfectamente consciente de que la pregunta flotaba en el aire, Mels se sirvió café. Sorbió. Se ocupó tomando una toalla de papel y limpiando una encimara que estaba limpia y seca. —Oh, nada… me resbalé y me caí. Me golpeé con la llave de la regadera. Fue algo estúpido.
Hubo un momento de silencio. —Llegaste tarde anoche.
—Estuve en casa de unos amigos.
—Creí que habías dicho que era un bar.
—Fui ahí después del bar.
—Oh. Está bien.
Mels vio por la ventana sobre el fregadero. Con algo de suerte, su tía llamaría en cualquier momento como hacía usualmente y no habría necesidad de mentir acerca de por qué tomaría un taxi para ir al trabajo.
Los sonidos que hacían mientras tomaban y masticaban llenaron la cocina y Mels trató de pensar en algo trivial que decir. El clima. Deportes —no, a su madre no le iban las actividades organizadas que se realizaban en canchas, pelotas o discos de ninguna especie. Sobre libros servirá— Sin embargo, Mels no leía otra cosa que no fuera sobre estadísticas criminales y su madre todavía iba en el tren del libro de El Club de Oprah aunque la locomotora ya no tuviera motor o vías.
Dios… situaciones así le hacían extrañar a su padre hasta el punto en que dolía. Entre ellos nunca había existido algún tipo de incomodidad. Jamás. Ellos habían hablado sobre la ciudad, o sobre su trabajo de policía, o la escuela… o no decían una sola palabra—y estaba todo bien en cualquiera de los casos. Por otro lado, ¿con su madre?
—Bueno, —Mels tomó otro trago de la taza—. ¿Algún plan importante para hoy?
Recibió algún tipo de respuesta, pero no la escuchó porque la urgencia de irse de ahí era muy grande.
Terminándose su café negro, su madre tomaba el suyo con crema y azúcar, Mels puso la taza en el lavaplatos y se animó a continuar.
—Entonces te veo en la noche, —dijo—. No llegaré tarde. Lo prometo.
Los ojos de su madre se elevaron para encontrar los suyos. Su mirada era un cuenco lleno de pura bondad con pequeñas flores rosas, sobre un mantel con otras amarillas pequeñitas, y en el empapelado unas grandes de color azul.
Flores por todos lados.
—¿Estás bien? —Preguntó su madre—. ¿Necesitas ir al doctor?
—Es sólo un moretón. Nada importante. —Pasó la mirada a través del comedor. En el lado más alejado del recibidor, entre la cortina blanca como leche, vio llegar un brillante Chevrolet color amarillo—. El taxi está aquí. Dejé mi auto en el bar porque tome dos vasos y medio de vino.
—Oh, podías tomar el mío para ir a trabajar.
—Vas a necesitarlo. —Miró el calendario con motivos sobre horticultura colgado en la pared, rezando por que hubiera algo anotado ahí—. Hoy juegas bridge a las cuatro.
—Puedo conseguir un aventón. Todavía podría si tú quisieras…
—No, es mejor así. Podré recoger mi auto y volver a casa.
Mierda. Se había acorralado sola. La única manera en que Fi-Fi fuera a alguna parte era enganchada en la parte trasera de una grúa—la pobre había sido enviada a la estación de servicio local.
—Oh. De acuerdo.
En cuanto su madre guardó silencio, Mels quiso disculparse, pero era muy difícil poner su complicado arrepentimiento en palabras. Infiernos, quizá necesitaba mudarse. La constante exposición a todo ese auto-sacrificio y amabilidad era una carga que aguantar, en lugar de recibirla con deleite, porque nunca terminaba. Siempre había alguna sugerencia, un ofrecimiento, un que-tal-de-este-modo, un…
—Tengo que irme. Gracias de cualquier manera.
—Está bien.
—Nos vemos en la noche.
Mels besó la suave mejilla que le ofrecieron, y salió con prisa por la puerta del frente. El aire estaba fresco y agradable afuera, el sol brillaba bastante prometiendo una hora de almuerzo cálida.
Entrando en la parte trasera del taxi, dijo, —A las oficinas del Caldwell Courier Journal sobre la calle Trade.
—Allí será.
Introduciéndose en la ciudad, el taxi iba golpeando los amortiguadores contra las calles de cemento y el asiento no tenía relleno, era la pura madera, pero no le importaba el trayecto violento. Demasiado caos tenía en el cerebro para preocuparse por su trasero o las muelas.
Ese hombre de anoche permanecía con ella, como si fuera sentado a su lado.
Había sido así durante toda la noche.
Recostando la cabeza, cerró los ojos y repitió el accidente, dos veces, tres veces; no había nada que pudiera haber hecho para evitar golpearlo. Y luego se enfocó en otras cosas, como la manera en que había estado tumbado sin moverse y muy atento en esa cama de hospital.
Aún lastimado, gravemente en algunos lugares, todavía lo había encontrado como un… depredador.
Un macho poderoso y herido…
Ok, ahora estaba volviéndose loca realmente. Y quizá necesitaba analizar su vida romántica—la cual era inexistente.
Era muy malo que no pudiera sacudirse la convicción de que él había sido extrañamente hipnotizante y no era empalagoso. Lo que debería preocuparle era su salud, bienestar y que probablemente fuera a intentar demandarla por lo poco que tenía.
En cambio, fantaseaba con el sonido áspero de su voz y la forma en como la había mirado, como si cada pequeña parte de ella hubiera sido algo fascinante e importante…
Suponía que había sido herido tiempo atrás. Las cicatrices a un lado del ojo habían sanado desde hace tiempo.
¿Qué le habría sucedido? ¿Cómo se llamaba?
Mientras se enterraba en la tierra de Preguntas sin Respuestas, el conductor del taxi hizo su trabajo sin despeinarse y sin problemas. Después de dieciséis dólares, dieciocho minutos y algo de dolor en la rabadilla, entraba en las oficinas del periódico.
El lugar ya estaba ruidoso, con gente hablando y circulando apurada; el caos calmaba sus nervios—del mismo modo que una clase de yoga la ponía nerviosa.
Sentándose en su escritorio, revisó su correo de voz, abrió su correo electrónico, y agarró la taza que había estado usando desde que heredó el escritorio hace poco más de año y medio. Dirigiéndose a la cocina común, podía escoger entre seis cafeteras: ninguna de ellas era café descafeinado; tres eran aguados y los otros tenían ese odioso olor a avellana o de ese tipo y macchiato-o-como-diablos-se-llame.
Dejando de lado lo que fueran, si quisiera un maldito helado con caramelo, iría por él a la hora de la comida. Ese tipo de cosas no iban en una taza de café.
Mientras se servía una taza de básico café negro, pensó en la verdadera dueña de la taza, Beth Randall, la reportera que se había sentado en su cubículo por… bueno, debieron haber sido algo más de dos años. Una tarde, la mujer se fue y nunca regresó. Mels se había sentido triste por su desaparición—no porque la conociera muy bien—y se sentía mal por haber conseguido su lugar bajo esas circunstancias.
Se había quedado con la taza sin ninguna razón en especial. Pero ahora, mientras sorbía de ella se dio cuenta de que seguía con la esperanza de que algún día volviera su dueña. O que al menos que estuviera bien.
Parecía como si estuviera rodeada de personas desaparecidas.
O al menos así se sentía esta mañana. Especialmente cuando recordaba al hombre de anoche—aquel que no iba a volver a ver, pero que parecía no poder olvidar.


Ω


Esta no era su casa.
Cuando el taxi se detuvo frente a un rancho en un vecindario modesto, Matthias supo que no vivía bajo ese techo. No lo había hecho. No lo haría.
—¿Va a bajarse o no?
Matthias miró al conductor por el espejo retrovisor. —Permítame un momento.
—El taxímetro está corriendo.
Asintiendo, se bajó y apoyó en su bastón mientras se enderezaba en la banqueta, balanceando su pierna lastimada en un círculo ancho para no tener que doblar la rodilla. Las cosas no eran del todo hogar dulce hogar: había una rama caída en el seto de matorrales que estaba bajo la saliente de la ventana. El pasto estaba descuidado. Había brotado maleza en los canalones, tan alta que casi tocaba el sol.
La puerta del frente estaba cerrada, así que juntó las manos y miró por las ventanas de los lados. Polvo y pelusa. Muebles que no combinaban. Cortinas caídas.
Había un delgado buzón barato atornillado en los ladrillos, abrió la tapa. Propagandas. Un libro de cupones dirigido al ‘ocupante’. No había recibos, estados de cuenta de tarjetas de crédito, cartas. La única otra pieza de correspondencia era una revista que tenía el mismo nombre que venía en la licencia de conducir.
Matthias enrolló la revista y la guardó en su cazadora, volvió hacia el taxi. No sólo no era su residencia, nadie vivía allí. Su mejor suposición era que la persona que vivía allí, había muerto dentro de las cuatro o seis semanas anteriores, tiempo suficiente para que la familia hubiera recogido las cosas de valor o importantes, pero antes de que hubieran vaciado el lugar para venderlo.
Metiéndose al taxi, se quedó con la mirada perdida hacia el frente.
—¿Hacía dónde ahora?
Con un gruñido, Matthias se giró un poco y sacó su cartera. Sacando la tarjeta de presentación de Mels Carmichael, lo golpeó la preponderante convicción de que no debería involucrar a la mujer.
Era sumamente peligroso.
—¿Qué será, amigo?
Pero mierda, tenía que empezar por algún lado. Y su cerebro tenía la conexión a Internet caída.
—A la calle Trade, —dijo rechinando los dientes.
Durante el camino hacia el centro de la ciudad quedaron atrapados en el tráfico, observaba los otros autos y veía gente tomando café, hablando con otros pasajeros, deteniéndose en la luz roja, avanzando en la luz verde. Totalmente extraño para él, pensó. El tipo de vida donde trabajabas de nueve-a-cinco y te dirigías a la tumba cuanto tenías setenta y dos años, no era de la clase que él había vivido.
Entonces, ¿cuál había sido? Preguntó a su puñetera materia gris. ¿Cuál mierda había sido?
Todo lo que obtuvo fue un dolor de cabeza mientras se esforzaba por encontrar una respuesta.
Cuando divisó el edificio del Caldwell Courier Journal, tomó uno de los diez billetes de veinte de la cartera. —Quédese con el cambio.
El taxista parecía más que contento de deshacerse de el.
Deteniéndose en la periferia de la puerta principal, Matthias merodeaba bajo la luz del sol, teniendo cuidado de no cruzar la mirada con nadie y había muchas miradas: por alguna razón, tendía a llamar la atención, generalmente de mujeres, a decir verdad, las cosas del estilo Florence Nightingale eran algo por lo que se conoce al sexo débil y tenía cicatrices en la cara.
Ooooooh, ¡que romántico!
Eventualmente, cruzó la calle hacia la parada de autobús, sentándose sobre la banca de plástico duro y respirando el humo de cigarro de segunda mano de personas impacientes que esperaban el transporte público. La espera no lo molestaba. Era como si estuviera acostumbrado a estar al acecho y para pasar el rato inició un juego, memorizando los rostros de las personas que entraban y salían de las oficinas del periódico.
Era extraordinariamente bueno en eso. Sólo necesitaba una mirada y registraba a la persona en su base de datos.
Al menos su memoria a corto plazo estaba funcionando…
Las puertas dobles se abrieron, y ahí estaba ella.
Matthias se sentó derecho mientras la luz del sol iluminaba el cabello de ella y aparecían toda clase de destellos cobrizos. Mels Carmichael, reportera asociada, iba con un hombre fornido que tenía que remangarse los caquis en las caderas para no pisarlos. Parecía que iban discutiendo sobre algo como los amigos suelen hacerlo y cuando Mels sonrió, pareció como si hubiera ganado en lo que fuera que hubieran estado discutiendo…
Como si supiera que estaba observándola, ella miró al otro lado de la calle, y se detuvo en seco. Tocando a su amigo en la manga, le dijo algo y luego se separó de él, cruzando el tráfico, acercándose.
Matthias presionó su bastón contra el pavimento y jaló sus harapos en su lugar mientras se enderezaba. No tenía ni idea de porqué quería verse bien para ella, pero lo quería, de nuevo otra vez, era difícil verse peor. La ropa no era suya, su colonia era ‘aroma a jabón de hospital’ y había lavado su cabello con jabón antibacterial porque era lo único que había tenido.
Naturalmente, su ojo malo, esa cosa fea y arruinada, fue lo primero que ella observó. ¿Cómo no podría hacerlo?
—Hola, —dijo.
Hombre, se veía tan bien en su ropa de diario; los pantalones flojos, la chaqueta de lana y la bufanda color crema que llevaba alrededor del cuello, parecían combinar perfecto, al menos en lo que a él concernía.
No llevaba anillo de bodas.
Bien, pensó sin razón aparente.
Girando un poco hacia la derecha, así tal vez su defecto no fuera tan evidente le regresó el Hola.
Bien, mierda, ahora qué. —No estoy acosándote, lo prometo —Mentiroso—. Te habría llamado, pero no tengo teléfono.
—Está bien. ¿Necesitas algo? La policía me llamó esta mañana como seguimiento y creo que todavía esperan hablar contigo.
—Sí. —Lo dejó así como estaba—. Escucha, yo…
El hecho de que hubiera dejado la frase incompleta parecía muy raro, pero su cerebro no estaba funcionando.
—Vamos a sentarnos, —dijo ella, señalando el asiento. —No puedo creer que te hayan dejado salir.
En ese momento, un autobús apareció, chirriando al detenerse y bloqueando el sol, el humo que salía del escape lo hizo toser. Se sentaron en la banca, permaneciendo en silencio mientras los mirones pasaban por su lado.
Cuando el autobús siguió su camino, volvió la luz del sol, bañándola en una luz dorada.
Por alguna estúpida razón, sus ojos comenzaron a parpadear duro.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó suavemente—. ¿Tienes dolor?
Sí. Pero no era físico. Y empeoraba cada vez que la miraba. —¿Cómo sabes que necesito ayuda?
—Estoy suponiendo que tu memoria no regresó mágicamente.
—No, no lo ha hecho. Pero no es por tu culpa.
—Bueno, te atropellé. Así que estoy en deuda contigo.
El señaló hacia la parte inferior de su cuerpo. —Ya estaba así desde antes.
—¿Puedes recordar algo? Me refiero a antes del accidente. —Mientras él negaba con la cabeza, ella murmuró—, muchos hombres en servicio regresan en la misma condición que tú.
Ah… como en La Armada, La Naval, La Fuerza Aérea, Los Marines, él pensó. Y algo de eso cuadró. El gobierno… sí, él había tenido algo que ver con el Departamento de Defensa, o seguridad nacional… o…
Pero no era un guerrero condecorado. Porque él no era un héroe.
—Encontraron mi billetera —soltó abruptamente.
—Oh, eso es muy bueno.
Por alguna razón le pasó la cartera.
Cuando ella abrió la cosa y miró la licencia de conducir, asintió. —Eres tú.
Enfocando el emblema del Caldwell Courier Journal que estaba colgado sobre la puerta por la que ella salió, le dijo, —Mira, todo esto es entre nosotros, ¿de acuerdo?
—Absolutamente.
—Y desearía tener otra opción. Me gustaría… No quiero meterte en problemas.
—Todavía no me has pedido que haga algo. —Lo miró—. ¿Qué tienes en mente?
—¿Puedes investigar quién es él? —Señaló la licencia de conducir—. Porque no soy yo.

En el silencio que siguió, todo lo que Mels pudo pensar era en el hecho de que había estado bastante segura de que nunca volvería a ver al hombre.
Supongo que el destino tenía otros planes.
Sentado a su lado, él iba vestido de negro, un macho grande y delgado, que despedía una fuerte vibra extraña con sus ojos entrecerrados y su mandíbula fuerte... sin embargo, parecía avergonzado de sus cicatrices y su discapacidad.
Mirando hacia abajo a la licencia de conducir, ella frunció el ceño. La imagen parecía real, los hologramas estaban donde debían estar, estatura, peso, la fecha de nacimiento correcta y la dirección aquí en Caldwell –de hecho, no muy lejos de la casa de su madre.
Probablemente él había estado de camino a su casa cuando lo había golpeado. Justo como ella.
Concentrándose de nuevo en el hombre, a diferencia de la imagen, tuvo la sensación de que se estaba tragando su gran orgullo al venir a ella. Él no era alguien a quien le gustara depender de otros, pero era evidente que su vida lo había puesto en una situación donde no tenía otra elección.
Sin memoria. Con pocos recursos.
Él tenía que ser un militar, con su cuerpo reparado y atormentado, regresando de la guerra sólo físicamente, sin espíritu, mente o emociones.
Naturalmente, al reportero dentro de ella nada le gustaba más que un buen misterio—y el hecho de que ella sintiera algo de culpabilidad por esta amnesia que él estaba pasando era una razón más para involucrarse. Pero no era estúpida. No quería ser absorbida en algún tipo de drama, sobre todo si él estaba delirante o paranoico.
Él era el de la imagen, sin duda.
—Odio ponerte en esta posición. —Sus manos largas y seguras acariciaron el bastón que balanceaba sobre su muslo—. Pero no tengo a nadie más, y ¿la casa en esa dirección? no es mía. No te puedo decir donde vivo, pero estoy malditamente seguro de que no es allí. Y comprobé el correo cuando fui. —Se inclinó hacia un lado, haciendo una mueca mientras sacaba una revista enrollada—. Encontré esto. El nombre es correcto, excepto que yo no tengo más de cincuenta y cinco. ¿Por qué esto estaría dirigido a mí en mi buzón?
Desplegó la cosa, el logotipo de AARP cerniéndose sobre una foto de un elegante modelo antiguo de un equipo atlético. El nombre de la dirección era Matthias Hault, el número y la calle eran los mismos que estaban en la licencia... excepto que él podría haber vivido con su padre y compartir el mismo nombre.
Aunque ¿los padres no estarían felices de ver a su hijo apareciendo en su puerta?
—Podría ir con un investigador privado, —dijo—, pero eso cuesta dinero y ahora mismo, tengo 200 dólares a mi nombre—bueno, ciento ochenta después de pagarle al taxista.
—¿Estás seguro de que nadie está buscándote? —Cuando se quedó callado, supuso que estaba buscando ese vacío en la memoria en la que ella lo había puesto—. ¿Qué dicen los médicos? Otra vez, sé honesto, estoy sorprendida de que estés levantado y caminando.
—¿Así que me vas a ayudar? —Respondió él.
Esa firme línea dibujada en la arena era algo que respetar. Pero ella la atravesaría. —Si lo hago, tendrás que hablar conmigo ¿qué piensan los médicos?
Su ojo bueno miró alrededor, como si estuviera buscando una salida. —Dejé la AMA.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No me sentí seguro. Y no puedo decirte más que eso. Es todo lo que tengo.
Trastorno de estrés postraumático, pensó. Tenía que ser.
Tal vez si ella confirmara su identidad, su mente podría descansar y ayudaría en su recuperación.
—Está bien, haré lo que pueda, —dijo.
Él bajó la cabeza, como si depender de otra persona fuera una especie de derrota. —Gracias. Todo lo que necesito es investigar el nombre. Un punto de partida.
—Puedo volver a entrar y hacer esto en mi escritorio ahora mismo. —Señaló con la cabeza hacia la derecha—. Hay un restaurante junto al río, a dos cuadras de distancia. Puedes conseguir algo de comer y te veré allí lo antes posible. Ah... suponiendo que puedas…
—Puedo hacerlo, —repuso.
O moriría en el intento, se dijo, midiendo el ángulo recto de su mandíbula.
Resultando ser muy Jon Hamm, de hecho.
El hombre salió de donde estaba sentado con la ayuda de su bastón. —Te veré cuando llegues allí—y no te preocupes en apresurarte.
Mientras él miraba hacia la calle, la luz llegó a sus ojos, tanto por el que obviamente podía ver como por el que no.
—¿Te gustaría tener mis gafas de sol?, —preguntó—. Son Ray-Bans, casi tan unisex como los puedes conseguir. Incluso sin prescripción.
No esperó que sacara su tipo duro y que dijera que no. Tomó la caja de su bolso y lo puso delante.
Matthias Hault se quedó mirando lo que ella ofrecía por un largo tiempo, como si el simple gesto fuera un idioma extraño para él.
—Tómalos, —dijo en voz baja.
Su mano temblaba un poco cuando aceptó la caja, y no la miró a los ojos de nuevo. —No voy a rayarlos. Te los devolveré en el restaurante.
—No hay prisa.
Cuando se puso las gafas oscuras, transformaron su rostro en algo... indudablemente peligroso.
Y brutalmente sexual.
Un rayo atravesó el centro del cuerpo de Mels, golpeándola en un lugar que no había estado vivo desde hace mucho tiempo.
—¿Mejor? —dijo él ásperamente.
—Creo que sí.
Él seguía negándose a mirarla, con los hombros y la espalda recta, la línea de su boca apretada. Un hombre orgulloso, atrapado en una posición de debilidad...
Siempre recordaría este momento, pensó sin motivo aparente. Sí, este momento, mientras la luz del sol caía sobre su atractivo y duro rostro.
Notó que está era una madriguera de conejo. Este encuentro aparentemente al azar entre los dos iba a cambiar las cosas para siempre.
—Hay algo que he querido preguntarte, —dijo.
—¿Qué?, —susurró ella, atrapada en un momento que no entendía.
—¿Dónde ocurrió el accidente?
Se sacudió a sí misma, sacó su cerebro a la realidad. —Fue, ah, a las afueras del cementerio de Pine Grove. Cerca de donde vivo—no muy lejos del vecindario donde esta tu casa.
—Un cementerio.
—Así es.
Mientras él asentía con la cabeza, comenzó a caminar en dirección al restaurante, ella podría haber jurado que dijo: —Ahora, porque eso no es una sorpresa.

Ω

Fue como zambullirse, el Riverside Diner estaba justo fuera del papel principal. Cabinas de cuero, cortinas de algodón barato y camareras con delantales. La comida era grasienta pero de una manera gloriosa y mientras Matthias cortaba sus huevos revueltos con un tenedor inoxidable, su estómago gruñó como si hubieran pasado años desde que disfrutara de una comida sólida.
Ya era tarde para el desayuno, pero nada iba mejor con un café que huevos y tocino.
Mientras terminaba su comida, las gafas de sol que su reportera le había dado fueron un regalo del cielo, le permitían llevar un registro de las personas que iban y venían, las camareras moviéndose alrededor, quien iba a los baños y cuanto tiempo permanecían allí.
A excepción de la vigilancia, esa no había sido la razón por la que Mels se los había dado.
Maldita sea. ¿Qué había en esa mujer que le daban ganas de ser íntegro de nuevo?
—¿Más café?, —preguntó la camarera a su lado.
—Sí, por favor. —Empujó su taza y le sirvió desde la cafetera, el vapor moviéndose hacia arriba—. Y también otra ronda de todo lo demás.
Ella sonrió como si estuviera calculando una gran propina. —Eres de buen comer.
Cuando tú no sabes el cuándo/dónde será tu próxima comida, es mejor tenerla, respondió él en su cabeza.
Su reportera entró justo después de que hubiera terminado su desayuno número dos. Ella miró a la izquierda y luego a la derecha y cuando lo vio sentado sobre el camino de la salida de emergencia, comenzó su largo viaje a través de varias cabinas vacías.
Cuando se sentó frente a él, sus mejillas estaban rojas, como si se hubiera apresurado. —Debe haber estado lleno cuando entraste.
—Así es. —Mentira… había querido estar cerca de la parte trasera en caso de que necesitara salir a toda prisa.
La camarera llegó con la cafetera de nuevo. —Que bueno verte -¿café?
—Sí, por favor. —Mels se encogió de hombros para quitarse el abrigo—. Y lo de costumbre.
—¿Almuerzo o desayuno?
—Almuerzo.
—Enseguida.
—¿Comes mucho por aquí?, —dijo, preguntándose por qué le importaba.
—Dos, tres veces a la semana desde que comencé en el periódico.
—¿Y cuánto tiempo hace de eso?
—Un millón de años.
—Es curioso, no te ves como un dinosaurio.
Ella sonrió un poco, tomó un trago de su taza de café y se preparó para los negocios, adelgazando su boca y bajando los párpados.
Hombre... se veía caliente así. Intensa. Concentrada. En ese momento, ella le recordaba a sí mismo…
Y no era ese un milagro, dado que no tenía tanta información sobre ellos-y ella era una desconocida.
—Dime, —exigió.
—Estás muerto.
—Y aquí solo pensaba que me sentía así.
Durante la pausa que siguió, él podía sentirla tratando de leerlo. —No estás sorprendido, —dijo.
Él miró su taza medio vacía y negó con la cabeza. —Sabía que había algo equivocado en esa casa.
—El hombre que tenía ese nombre tenía ochenta y siete años, murió de insuficiencia cardíaca congestiva hace cinco semanas.
—Tratándose de identidades falsas, no es una muy bueno, ¿cierto?
—Hablas como si los conocieras de primera mano. —Cuando él no hizo ningún comentario, ella se inclinó un poco—. ¿Hay alguna posibilidad de que estés en el programa federal de protección a testigos?
No, él estaba en el otro lado de la ley... lo que sea que eso significara.
—Si ese es el caso, —dijo—, no están cuidando muy bien de mí.
—Tengo una idea. Volvamos al cementerio, justo donde ocurrió el accidente. A ver si te trae algo a la mente.
—No puedo pedirte que hagas eso.
—No lo hiciste. Me ofrecí… —ella se detuvo. Frunció el ceño. Se frotó la ceja—. Dios, espero que no me esté convirtiendo en mi madre.
—¿Le gustan los cementerios?
—No, larga historia. De todos modos, tomé prestado el coche de mi amigo—puedo llevarte allí después de que haya terminado de comer.
—No. Aunque, gracias.
—¿Por qué te molestas en preguntar sobre tú nombre si no vas a seguir investigando?
—Puedo tomar un taxi, es lo que quise decir.
—Oh.
La camarera apareció con "lo de siempre", que resultó ser una ensalada de pollo de trigo con lo que parecían ser tomates extras y papas fritas en lugar de papas.
—Creo que debería llevarte, —dijo ella, tratando de alcanzar la salsa de tomate.
Matthias observó cómo dos policías entraban por la puerta principal y se sentaban en el mostrador. —¿Puedo ser honesto contigo?
—Por favor.
Él bajó la barbilla y la miró a través de la parte superior de las Ray-Ban. —No quiero que estés a solas conmigo. Es demasiado peligroso.
Se detuvo con una patata frita a medio camino de su boca. —Sin ánimos de ofender. Pero teniendo en cuenta tú condición física, podría romperte ambas piernas y dejarte inconsciente en un minuto de Nueva York. —Mientras sus cejas salían disparadas hacia las nubes, ella asintió—. Soy cinturón negro, con licencia para portar un arma oculta y nunca voy a ninguna parte sin un buen cuchillo.
Ella le dio una rápida sonrisa, cogió su ensalada de pollo, comió algo de lo de siempre. —Entonces, ¿qué dices?